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El siglo XIX, descubrimiento del arte parietal
A partir de los primeros descubrimientos de arte parietal, a finales del siglo XIX, las interrogaciones sobre el origen de estos testimonios y sobre las motivaciones que incitaron a los hombres a pintar o grabar los subsuelos de las cavernas estuvieron en el centro de las reflexiones llevadas a cabo por las distintas generaciones de arqueólogos que se interesaron por esta problemática. De “el arte como simple arte”, interpretación comúnmente admitida tras las primeras investigaciones hechas en este contexto, se evolucionó hacia propuestas con connotaciones etnológicas. Así, tras observaciones realizadas, en especial en las cuevas de Ariège, sobre varias representaciones de bisontes con los flancos marcados con signos de flechas, estas obras se interpretaron como realizaciones vinculadas a la magia de la caza.
Sin embargo, se tuvo que admitir, a pesar de la multiplicaron de los hallazgos, que el número de figuras marcadas con estos signos era muy limitado.
Otras teorías referentes, en especial, a la fecundidad o al toteismo salieron a la luz, sin que por ello tuvieran más validez. Se debe a Max Raphaël los primeros trabajos sobre la organización espacial de los conjuntos gráficos. En 1957, Annette Laming-Emperaire tomaba esta misma vía haciendo hincapié sobre el carácter intencional de ciertas asociaciones que se asemejaban a verdaderos temas míticos o religiosos.
André Leroi-Gourhan debía desarrollar este enfoque y establecer, a partir de datos estadísticos, un sistema general coherente, asociando el motivo parietal con su posición topográfica. Figuraciones animales y signos se distribuyen según los temas y las formas en sectores específicos. Para este autor, la caverna aparece como un mundo verdaderamente organizado.
A finales de los años 90, un enfoque formalizado por Jean Clottes y Davis Lewis-Williams condujo a asimilar estos conjuntos parietales al chamanismo.
Más recientemente, las investigaciones conducidas en Lascaux por Norbert Aujoulat, entre 1988 y 1999, han puesto de manifesto el hecho de que la construcción de los paneles seguía un protocolo inmutable en el transcurso del cual el caballo está siempre trazado en primer lugar, seguido del uro, y después del ciervo. Bajo estas condiciones, el tiempo toma aquí todo su valor. Esta secuencia, sistemáticamente aplicada al conjunto de las composiciones de este santuario, respondía a necesidades de orden biológico, reveladas por las características de estacionalidad presentes en los animales. Este análisis ponía de manifiesto que los caballos poseían el pelaje de principios de la primavera, los uros del verano y los ciervos del otoño. Las distintas fases de estos ciclos biológicos indican para cada especie animal las primicias del acoplamiento, rituales de los cuales surge la vida. Más allá de esta lectura primaria, es el ritmo, véase la regeneración del tiempo que se quiere simbolizar. Se encuentran así reproducidas las fases de la Primavera, del Verano y del Otoño, evocación metafórica que, en esta coyuntura, vincula el tiempo biológico al tiempo cósmico. Estas vastas composiciones pintadas o grabadas parecen ser los testimonios de un pensamiento espiritual, cuyo alcance simbólico se basa en un enfoque cosmogónico. De la entrada hasta el subsuelo de la cueva se desarrolla bajo nuestros ojos el gran libro de las primeras mitologías, sus fundamentos incluso, que tiene como tema central la creación del mundo.